https://historia.nationalgeographic.com.es/a/nino-lapedo-habria-sido-hibrido-entre-homo-sapiens-neandertal_23226?fbclid=IwY2xjawKtaP9leHRuA2FlbQIxMQABHm46gtF25ln3IXPZOqttrKlt2ZW9tgZNPc4SiIEKHJmbEnb2F7LfMIGx24Wd_aem_w3IX3yG_Zh4BsuVHwvr_XQ#google_vignette#facebook
Hace apenas unas semanas, un nuevo estudio revolucionario confirmó lo que durante décadas fue una incómoda sospecha entre los arqueólogos: el Niño de Lapedo, cuyos restos fueron hallados en 1998 en una cueva portuguesa, es mucho más que un fósil infantil. Gracias a técnicas de datación molecular de última generación, los científicos han podido establecer con precisión que este niño vivió hace entre 27.800 y 28.500 años. Pero eso no es lo más sorprendente. Lo que ha dejado a la comunidad científica sin aliento es que este pequeño no era un Homo sapiens puro, ni tampoco un neandertal. Era un híbrido. Un niño nacido de la unión de dos especies humanas distintas. Y eso lo cambia todo.
Hasta hace poco, la mayoría de los expertos creía que los neandertales se habían extinguido hace unos 40.000 años, sin dejar descendencia directa. Sin embargo, este nuevo análisis no solo confirma que seguían existiendo miles de años después de su supuesta desaparición, sino que seguían cruzándose con los Homo sapiens modernos. El Niño de Lapedo tenía una mandíbula robusta y piernas cortas, características propias de los neandertales, pero también un cráneo más esférico y un mentón bien definido, como el de los humanos modernos. Estos rasgos mixtos no pueden explicarse por casualidad: son el rastro físico de una hibridación genética.
Y aún hay más. El contexto en el que fue hallado su cuerpo demuestra que nuestros antepasados no solo compartían espacio con los neandertales, sino también creencias espirituales. El niño fue cuidadosamente enterrado, cubierto de ocre rojo, acompañado por huesos de animales y plumas, en lo que parece haber sido un ritual fúnebre simbólico. Esta práctica no era común entre los Homo sapiens del sur de Europa en esa época, pero sí lo era entre los neandertales. ¿Significa esto que también heredamos sus creencias, sus costumbres, su forma de comprender la vida y la muerte?
Este descubrimiento, confirmado en marzo de 2025 por varios equipos europeos de investigación, no es solo un dato curioso. Es una prueba contundente de que el ser humano moderno no es el producto de una evolución lineal, sino el resultado de una compleja mezcla de especies que compartieron territorios, sangre y cultura. Las implicaciones son enormes: si los neandertales no desaparecieron como se creía, sino que se integraron en nuestras poblaciones, entonces parte de su legado vive en nosotros, en nuestro ADN, en nuestras emociones más profundas, incluso en nuestros rituales y nuestra forma de amar, temer o recordar.
Lo más perturbador de todo es: pensar que durante años, siglos incluso, la historia oficial nos ocultó esta posibilidad. Se enseñó en escuelas y universidades que los neandertales eran una especie inferior, condenada a extinguirse frente a la supuesta superioridad del Homo sapiens. Hoy, sin embargo, los datos genéticos revelan que todos los humanos no africanos portamos al menos un 2% de ADN neandertal. En otras palabras, somos más ellos de lo que nos gustaría admitir. Y quizás, si escarbamos un poco en nuestras raíces más profundas, entenderemos que lo que llamamos humanidad es en realidad una fusión, un entrelazamiento de vidas, culturas y misterios aún por descubrir.
Si este tipo de hallazgos siguen saliendo a la luz, tendremos que reescribir buena parte de los libros de historia. El Niño de Lapedo no es un caso aislado. Es la punta de un iceberg genético y cultural que apenas estamos empezando a explorar. ¿Qué más nos oculta el pasado? ¿Qué otras verdades incómodas están a punto de emerger de la tierra? La ciencia no deja de avanzar, y cada descubrimiento nos acerca, irónicamente, a nuestros orígenes más salvajes y desconocidos. Pero sobre todo, nos recuerda que la historia humana no es la de una sola especie dominante, sino la de un encuentro: uno que aún resuena, con fuerza, en nuestros propios cuerpos.
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El Niño de Lapedo, también conocido como Lagar Velho 1, es un descubrimiento paleoantropológico significativo que ha influido enormemente en nuestra comprensión de los primeros humanos modernos y neandertales en Europa.
Descubrimiento
Los restos óseos del Niño de Lapedo fueron descubiertos en noviembre de 1998 en el abrigo rocoso del Abrigo do Lagar Velho, en el valle de Lapedo, cerca de Leiria, Portugal. El descubrimiento fue realizado por arqueólogos que investigaban un saliente cercano en busca de ocupación paleolítica. El esqueleto pertenece a un niño, de aproximadamente 4 años, que fue enterrado deliberadamente.
Importancia
Lo que hace particularmente importante al Niño de Lapedo es el mosaico de rasgos que presenta, que muestran características tanto de los primeros humanos modernos (Homo sapiens) como de los neandertales (Homo neanderthalensis). Esta mezcla de rasgos llevó a algunos investigadores, en particular a João Zilhão y Erik Trinkaus, a proponer que el niño era un híbrido resultante del mestizaje entre estos dos grupos humanos. Inicialmente, la datación del esqueleto fue difícil, pero recientes técnicas avanzadas de datación por radiocarbono han confirmado su edad entre 27.780 y 28.550 años. Esta datación es crucial, ya que indica que el niño vivió miles de años después de la supuesta extinción de los neandertales, hace unos 40.000 años.
La existencia de un híbrido de este tipo, en particular uno que vivió después de la presunta extinción de los neandertales, proporciona una sólida evidencia de mestizaje entre los primeros humanos modernos y los neandertales en Iberia. Esto desafía las hipótesis previas de una sustitución completa de los neandertales por el Homo sapiens y pone de relieve las complejas interacciones biológicas y culturales que tuvieron lugar durante el Paleolítico Superior. Los estudios genéticos realizados desde el descubrimiento han reforzado la idea del mestizaje entre humanos y neandertales.
Ubicación actual
El esqueleto original del Niño de Lapedo se conserva en el Convento de San Agustín en Leiria, Portugal, y existe la posibilidad de construir allí un museo arqueológico. En el Centro de Interpretação do Lagar Velho se exhibe una réplica a tamaño natural del esqueleto y una reconstrucción del rostro del niño.
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